El peligro de la información consumida como un reality show: la sociedad de la cuenta atrás
Qué gran invento la telefonía. Ya lo dice la canción de Drexler. «Que viva la telefonía, en todas sus variantes. Benditos los rollos de papiro. Benditas servilletas de los bares, que han guardado idénticos suspiros, desde el cantar de los cantares».
Qué lejos quedan aquellos teléfonos de rosca atados a un cable. Si esperabas una llamada importante, había que esperar sentado al lado. A veces, podía ser una llamada de trabajo. Otras, el suspiro por ver si aparecía aquel amor imposible al que le diste tu número telefónico garabateado en un papelillo.
Ahora, el teléfono se ha transformado en una ventana al mundo. Con estruendos incluidos, cuando hay poca o mucha cobertura. Ya se sabe, los extremos suelen crear interferencias.
El teléfono de hoy es la vida en un bolsillo. Y eso puede asustar, claro. Sobre todo si no sabemos tomar distancia con la marabunta de cosas que vemos en el teléfono a todas horas. El exceso de información es ruido. Bullicio que nos deja aturdidos en vehemencias, impidiendo a menudo coger aire para mirar con menos intensidad y mayor distancia. Lógico, pues no paramos de recibir imágenes en nuestra mano. Más y más imágenes. Cada una parece más efectista que la anterior. Imágenes con el aliciente de que encima podemos interactuar con ellas al instante. Tanto, que nos hemos creído que disponemos del superpoder de tener opinión de todo.
Sin embargo, las imágenes van más rápido que las ideas. Así que tal caudal nos aturulla en un perverso presentismo de usar y tirar, mientras nos vamos quedando aislados en burbujas de autoconvencimiento. Porque en la viralidad siempre encontraremos alguna demagogia que dará la razón a nuestros anhelos. De hecho, el populismo por simple se abre camino más fácil que los argumentos complejos y contrastados.
Es la consecuencia de vivir cada acontecimiento igual que devoramos un reality show en el que elegimos nuestros buenos y malos favoritos. Destripar la realidad en riguroso directo desde una pequeña pantalla que portamos encima las 24 horas puede incitar a la deshumanización de las personas. Sin escrúpulos. Sin empatías. Debatimos la información como si fuera una ficción que hasta ceba sus cliffhanger para mantener la emoción en alto.
Vivimos en una frenética cuenta atrás permanente que convierte a los ciudadanos en consumidores que siempre tienen la razón, que quieren todo «ya». Aunque no haya certezas. Aunque la actualidad requiera de perspectiva para ser comprendida. Da igual. Así somos más manipulables. Así nos vamos situando en una trágica contradicción: el teléfono en vez de comunicarnos nos puede encerrar en nuestros propios prejuicios.
Quizá alguien debería crear unas nuevas páginas amarillas. Esta vez no para buscar dónde comprar. No hace falta, ya somos nosotros mismos el producto más rentable en la era de la viralidad. Lo que necesitamos es una hoja de ruta para que los piratas de la inflamación de la opinión no nos hagan olvidar la sabia esencia de la telefonía: conectarnos, descubrirnos, tranquilizarnos, encontrarnos.