Las inocentadas del 28 de diciembre en tiempos de esquivar ‘fake news’

 Las inocentadas del 28 de diciembre en tiempos de esquivar ‘fake news’


El 28 de diciembre era el día con licencia para mentir. Las propias inocentadas llenaban los medios de comunicación. Había que tener cuidado para que no te la colaran. Sin embargo, ahora vivimos a diario con la sensación constante de tener que esquivar falsedades. Y, claro, las bromas mediáticas del día de los Santos Inocentes se sienten ya como una tradición desfasada y viejuna. La rutina es sortear fake news. Tampoco ha ayudado que, en jornadas como hoy, algunos utilicen la excusa de las inocentadas para lanzar noticias falsas con las que asegurarse un buen chorro de audiencia.

Parece que se nos va olvidando que la inocentada debe tener un tinte de comedia, no es algo que puede suceder en la realidad a la vuelta de la esquina. La inocentada va unida a la travesura con un pie en el suelo y con el otro en el surrealismo. La buena broma huye del sobresalto y busca provocar sonrisas, sobre todo si acabas picando el anzuelo.

Pero estamos en la época social donde los algoritmos de las redes sociales promocionan más el aplauso demagógico que la risa cómplice. El día de los Santos Inocentes también se ha visto arrastrado por la caza de la viralidad y, como consecuencia, su esencia se ha quedado desorientada.

Incluso las inocentadas de la tele se ven más como teatrillo. A veces, transmiten paripé en el que parece que sobreactúan hasta las víctimas de la encerrona. Lejos quedan aquellas bromas con tiempo para ser planificadas. La más recordada de Inocente, Inocente es la que protagonizó Maribel Verdú. Entonces, el espacio de cámara oculta de las cadenas autonómicas realizó un soberbio despliegue para que sonara creíble que se había destapado «su noviazgo» con Carlos de Inglaterra.

Sucedió en 1993, la actriz acababa de aterrizar en el aeropuerto de Barajas. Allí, los compinches del programa llevaron a Verdú directa a la sala de prensa del aeropuerto. En su interior, esperaban unos ruidosos periodistas y fotógrafos dispuestos a sacar jugo a su supuesto romance con el actual Rey Carlos III de Reino Unido. 

Todo estaba bien hilado para dejar atónita a la actriz y que, al final, terminara como una jocosa parodia con ayuda de la aparición de un señor de cabeza envuelta en una caricaturesca máscara del príncipe Charles. No había escapatoria: conexiones ficticias con el informativo de Telemadrid con Mari Pau Domínguez leyendo una crónica «en directo», periódicos manipulados con la información a toda página, micrófonos con logotipos de medios reales y profesionales reconocibles por la propia Verdú del sector audiovisual para simular con veracidad que tal noticia del cuore estaba siendo un shock nacional. De hecho, había tanto jaleo en la sala que no había demasiado margen para que Maribel dudara de lo que estaba sucediendo, menos aún en aquellos años de apogeo de la prensa rosa más agresiva en los indiscretos años noventa.

Verdú siempre transmite una espontánea expresividad que, también, derrochó en su inocentada. Su rostro de alucine ante todo aquel percal contagia pura verdad. Es justo el problema que han sufrido las inocentadas de cámara oculta de los últimos años. Hay una tecnología más flexible que permite ahorrar en medios para grabar tales despliegues, pero las inocentadas se han encorsetado creativamente en una sociedad que, además, es menos crédula.

El espectador de hoy está más desconfiado. Las celebrities, también. Hemos ido interiorizado el desolador sentimiento de que (casi) todo es mentira, de que todo esté prefabricado. Los programas de sorpresas destriparon sus sorpresas, los de bromas dejaron de parecer broma, incluso hay informativos que aparentan espacios de opinión. Las prisas por lograr la atención del público han frenado la posibilidad de tomarse tiempo para mirar la realidad y que la realidad haga su trabajo. Cuando dejar fluir la verdad es la manera de alcanzar la verdad. Sin embargo, a menudo, nos adelantamos, impacientes, a aquello que pretendemos que ocurra, postergando la capacidad de abrirnos a la posibilidad de descubrir y que la reacción inesperada ponga la guinda.



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