Cuando tu propia habitación ya no es un lugar seguro en plena adolescencia

 Cuando tu propia habitación ya no es un lugar seguro en plena adolescencia


Adolescencia es la serie del momento. Su cacareado plano secuencia afronta en cada uno de sus cuatro capítulos una mirada a la edad del pavo. El primero, nos deja perplejos: la épica detención de un adolescente que ha cometido un crimen. El segundo, la brecha generacional entre adultos y jóvenes, que han creado un lenguaje propio en donde lo que es no es como parece que es. El tercero, intentar entender la compleja mente del crío protagonista desde el lado psicológico. 

Y el último, el cuarto, la visión de los padres que no saben qué hicieron mal. Ahí, la cámara en constante movimiento de la serie enfoca uno de los grandes cambios sociales de nuestro tiempo, que no se puede pasar de puntillas: castigar a un niño en su habitación ya no es como hace treinta años. Mientras crees que está a salvo entre las cuatro paredes de su cuarto, tiene a su alcance todos los alaridos del planeta. Y con solo un clic. Puede encontrarse con la fascinación de cientos de discursos de odio que campan sin ningún filtro, puede inmunizarse ante la violencia que se disfraza de ideal, puede devorar porno sin tregua, puede insultar a quien quiera. Puede sentir la adrenalina y, a la vez, el vacío del consumo exacerbado detrás de una pantalla que hemos despreciado, pensando que solo era un videojuego que no era extrapolable a la realidad. 

Pero las pantallas son la cruda realidad. Lo que sucede en ellas lo creamos las propias personas. Que no se nos olvide. Y parece que se nos olvida. Hasta ahora, las hemos otorgado menos relevancia porque solo «sucedía» en el móvil. Tan pequeño, tan manejable. El propio protagonista de Adolescencia, interpretado brillantemente por Owen Cooper, muestra la complejidad de naturalizar las dinámicas de las redes sociales cuando todavía no has construido tu conciencia crítica. La necesidad de validación, de ser aceptado, de compararte con los demás, ya no está solo en el patio del colegio: te acompaña en tu propio bolsillo en un bonito smartphone que nos pone a competir incluso en nuestro tiempo de descanso y ocio. Hay que cumplir las expectativas, más ajenas que propias, que marcan las ambiciones de aquellos que sigues en Instagram, TikTok y otras viralidades. Pero nadie te explica que hay otros mundos fuera de la competición por el like y que lo que no se ve, también existe. De hecho, lo que no se ve suele ser más relevante que lo que se predica. Porque importa más el sentimiento de vivirlo que la necesidad de grabarlo para fardar y que todos lo vean. 

Lo interesante de la propuesta de Adolescencia, que hace a la serie incomprendida para algunos, es que se queda en el retrato de la situación dolorosa sin necesidad de azuzar grandes giros de guion. No hay desenlace feliz. Ni triste. No existe la pretensión de resolver las cuestiones que puede demandar el espectador para quedarse tranquilo en su sofá. El objetivo conquistado va más allá. Al irrumpir los títulos de crédito, la cabeza de la audiencia continúa haciéndose preguntas: ¿Qué es un Incel? ¿En serio hay hombres en 2025 que se reúnen en foros de Internet y culpan a las mujeres de lo que consideran sus «fracasos»? Impacta, sí. Desconcierta, también.

Recibimos tantos impactos audiovisuales a diario que nos dejan exhaustos. Cuando nos paramos a pensar en una imagen llega otra que tapa la anterior. En esa vorágine es imposible digerir el matiz que permite rebatir con inteligencia. Y la discriminación se reinventa. Y se esconde delante de nosotros en palabras que ni siquiera sabemos que existen. Los discursos de odio se abren camino creando miedos como siempre, pero con una velocidad viral, a golpe de emoticón, que no hemos padecido nunca. Que arrasa hasta con nuestra posibilidad de reaccionar, de educar en empatías antes de que el odio haya carcomido de prejuicios las mentes que están empezando a descubrir las cosas de la vida después de los finales alegres de las pelis de Disney.



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