Pasarelas y cimientos, dependencia y discapacidad
Es algo sabido, y noticia cada cierto tiempo, que existen unas injustificables listas de espera para obtener el reconocimiento de la discapacidad. En algunas comunidades autónomas el tiempo de espera supera los dos años, lo que impulsó al Defensor del Pueblo a tomar cartas en el asunto, las que le dejan barajar. La dependencia no está tan mal, al menos a la hora de hacer esperar a gente en situación desesperada, aunque también hay retrasos considerables y la prestación, una vez concedida la ayuda, tarda de media casi un año en llegar.
Todo se solucionaría con recursos, aumentando el número de centros base y evaluadores. Medidas claras, efectivas, sin tener que reinventar la pólvora, pero que cuestan mucho dinero y suponen una intervención a nivel estatal. Como una bajada sustancial de las ratios en educación, que también se sabe eficaz y nadie lo afronta, aunque ese sea otro tema. La respuesta que ha llegado desde la reforma de las leyes de la discapacidad y la dependencia, que este martes salió del Consejo de Ministros rumbo al Congreso, es otra: toda persona con un grado I de dependencia, el más bajo, tendrá un 33% de discapacidad automáticamente. Con un grado II o III, la discapacidad será del 65%. Y luego, las reclamaciones al maestro armero y con paciencia.
La dependencia se convierte así en una pasarela para obtener un certificado de discapacidad exprés, porque si se es dependiente de otros para las tareas del día a día, se asume que hay discapacidad. Un atajo que ya se apuntó con esa ley ELA que no acaba de llegar. El problema es que discapacidad y dependencia no son vasos comunicantes: la primera no implica necesariamente la segunda. Y la discapacidad merece una valoración individual y sin esperas, no apaños, aunque sea cierto que dicho apaño le mejore la papeleta a un porcentaje elevado de afectados.
Cuando los cimientos de una casa fallan, cuando sus paredes se agrietan y tambalean, el escenario ideal no es precisamente parchear; colocar traviesas que aguanten la estructura rápido y como sea para seguir cobijándose dentro, aunque sea con goteras. La solución es reconstruirla con solidez.
La reforma legislativa que defendió el ministro Bustinduy tiene, obviamente, más medidas: que los centros de día presten servicios a domicilio, reducción de las incompatibilidades de las prestaciones, incluir una «prestación transitoria» para los que la esperan y no llega si tienen grado II o III -otro apaño-, o la creación de un banco de productos de apoyo en préstamo.
Las asociaciones vinculadas a la discapacidad han recibido estas modificaciones con parabienes, pero también con la cautela de saber que queda un largo camino, cuyo final es aún incierto. Sabiendo, sobre todo, que sin un soporte presupuestario de poco valdrán. Como apuntan desde CERMI, este sistema «arrastra una infrafinanciación crónica desde el principio. Sin una memoria económica que acompañe a la ley, será imposible que salga del subdesarrollo».
Sin entrar en estrategias políticas de la conveniencia o no de presentar determinadas propuestas en determinadas situaciones en términos de imagen, toda mejora que repercuta positivamente en las personas que están en situación de fragilidad despierta mis simpatías, igual que las de gran parte de la sociedad. Pero sintiéndolo mucho, soy de las que gustan de las cosas bien hechas y aún mejor financiadas, sobre todo cuando afectan a algo tan importante como la discapacidad y la dependencia. Estaremos vigilantes.
