Un nuevo estudio trata de responder si sabemos realmente qué necesitan los animales con los que convivimos

 Un nuevo estudio trata de responder si sabemos realmente qué necesitan los animales con los que convivimos


Introducir en casa un perro o a un gato no solo implica asumir una responsabilidad vitalicia, sino también estar dispuestos a desaprender. Porque durante generaciones, a través de la cultura popular, los consejos heredados y ciertos programas de televisión nos hicieron creer cosas que ya no se sostienen a la luz de la ciencia. Perros que necesitan saber “quién manda”, gatos que orinan en la cama por rencor, animales que se portan mal para fastidiar… Por más que parezcan ideas superadas, muchas de ellas siguen tan vivas como el primer día.

Un estudio reciente liderado por la investigadora Tiffani J. Howell y publicado en la revista Pets, ha querido medir hasta qué punto estas creencias siguen formando parte del imaginario colectivo, incluso entre personas que han convivido o conviven con animales. El objetivo no era otro que detectar qué mitos persisten pese al avance de la etología, las ciencias del comportamiento o el acceso a información de fuentes fiables, y ofrecer una base desde la que seguir trabajando en educación.

¿Qué opinamos realmente?

El estudio encuestó a 224 personas adultas angloparlantes, en su mayoría mujeres residentes en Australia, Reino Unido y Estados Unidos, todas ellas actuales o antiguas responsables de al menos un animal. Se les pidió que valoraran su grado de acuerdo con decenas de afirmaciones habituales sobre perros y gatos, desde aquellas respaldadas por la evidencia científica hasta otras que claramente han sido refutadas, y después se les ofreció un documento divulgativo explicando qué dice la ciencia sobre cada una.

El panorama que dibuja el estudio es mixto. En general, las participantes tienden a acertar cuando se enfrentan a afirmaciones avaladas por estudios: reconocen, por ejemplo, que los gatos se frotan contra nuestras piernas como forma de marcar y comunicarse, no por capricho, o que un perro que se lame el hocico repetidamente puede estar sintiendo estrés. Sin embargo, también hay mitos que gozan de una aceptación sorprendente, sobre todo si están camuflados bajo apariencias inofensivas o bienintencionadas.

El listado que aún nos persigue

Los cinco mitos más comunes entre los participantes del estudio son:

  1. Que los perros necesitan saber quién manda (42% de acuerdo).
  2. Que tener un perro requiere obligatoriamente un jardín (37%).
  3. Que los gatos son mascotas de bajo mantenimiento (29%).
  4. Que el humano debe pasar primero por la puerta para que el perro aprenda jerarquía (27%).
  5. Que los gatos pueden caerse desde gran altura sin hacerse daño (24%).

También sorprende el apoyo a algunas afirmaciones que, aunque no necesariamente falsas, dependen mucho del contexto: un tercio cree que si un perro mueve la cola está feliz, que si un gato salta a nuestro regazo es porque quiere caricias, o que a los perros les encanta ser abrazados. Son ejemplos de generalizaciones que, llevadas al extremo, pueden dar lugar a malinterpretaciones o, en el peor de los casos, a situaciones de conflicto.

Mitos que pierden fuerza

Lo más esperanzador del estudio es que, cuando hablamos de creencias claramente dañinas, el grado de aceptación es muy bajo. Solo un 2% cree que un perro orina en casa para castigar a ‘su’ humano, y el mismo porcentaje aún cree que empujar o mojar su hocico en esa orina mientras se le reprende sirve de algo. Apenas un 1% está de acuerdo con castigos físicos como golpear con un periódico enrollado o agarrar a un gato por el cuello para calmarlo. Y ni una sola persona de las encuestadas cree que castigar a un perro con miedo sea útil, ni que los gatos arañen los muebles por despecho.

Este descenso drástico en el apoyo a prácticas de castigo sugiere que las campañas de sensibilización, los avances veterinarios y la divulgación de la etología de ambas especies han logrado calar, al menos en parte. Pero el problema no está solo en lo explícitamente violento y lo más difícil de erradicar son las ideas que parecen razonables o “de toda la vida”, y que en el fondo perpetúan un enfoque desactualizado y jerárquico sobre cómo debe comportarse un animal.

Una resistencia involuntaria

¿Por qué seguimos creyendo en mitos que ya han sido desmontados? Una de las explicaciones que plantean los autores del estudio es la disonancia cognitiva: cuando nos enfrentamos a la posibilidad de que nuestras prácticas pasadas hayan podido dañar, sin querer, a un animal querido, es más fácil aferrarse a la creencia equivocada que aceptar ese malestar. En otras palabras, puede doler más admitir que hemos hecho daño que seguir creyendo que lo hicimos ‘por su bien’.

Esta resistencia emocional se agrava si el discurso dominante durante nuestra infancia o juventud estaba basado en ideas de dominancia, castigo o sumisión. Por eso, el estudio detecta también ciertas diferencias generacionales y las personas mayores son más proclives a creer que un perro se siente culpable ‘porque pone cara de culpable’, mientras que las jóvenes tienden a normalizar más la agresividad hacia otros animales, probablemente como consecuencia del auge de vídeos virales donde se trivializan este tipo de comportamientos.

“No me quieras tanto y quiéreme mejor”

El estudio no se limita a señalar errores, sino que también propone un punto de partida claro para mejorar. La clave está en reconocer que cada persona llega a la convivencia con animales con un ‘nivel básico’ de conocimientos, muchas veces heredado, y que el cambio no se logra culpabilizando, sino informando.

Por eso, desde el ámbito del bienestar animal se insiste en que la formación no puede detenerse en el momento de la adopción. Ser buen cuidador implica estar dispuesto a cuestionarse, a aprender y a evolucionar. Significa, por ejemplo, entender que los perros no buscan dominarnos, sino sentirse seguros, que los gatos no son autónomos por naturaleza, sino dependientes en todos los aspectos, que los comportamientos que consideramos ‘molestos’ casi siempre tienen una causa (dolor, miedo, ansiedad, necesidad no cubierta) y nunca un deseo de molestar.

Un vínculo basado en el conocimiento mutuo, el respeto y la comunicación adaptada a cada especie puede prevenir muchos problemas antes de que aparezcan. Y, si aún quedan creencias que desandar, que al menos lo hagamos sabiendo que podemos, y debemos, hacerlo mejor.

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