Sociología del selfi de ascensor

 Sociología del selfi de ascensor



Hay que tener valor para hacerse una foto en el espejo del ascensor. En cualquier momento, el aparato puede detenerse y la vecina del cuarto, con su perra caniche, puede pillarte con las manos en la masa. Hay que tener valor y algo de cordura para asumir que lo que más nos fascina es nuestra propia imagen y que a los demás, por lo general, les da exactamente igual la cara que tenemos cuando salimos de casa.

El teléfono capta nuestro reflejo en el espejo con el propio aparato en la mano. Nos sentimos originales, nos creemos únicos, irrepetibles, metidos durante unos segundos en ese camerino descendente de la vida que se llama ascensor. Qué invento tan bello es el espejo, ese frontón de realidad. Para algunos, sin embargo, no es suficiente con dejar que la foto se quede almacenada en el teléfono como quien guarda una felicitación de Navidad en marzo.

Nos sentimos originales, nos creemos únicos, irrepetibles, metidos durante unos segundos en ese camerino descendente de la vida que se llama ascensor.

Ya nada es suficiente. Salimos a la calle con una piedra en la mano y el mundo digital es un gran pantano. ¿Cómo no tirar esa piedra? ¿Cómo evitar la tentación de hacerla rebotar por la superficie? ¿Cómo prescindir de los círculos concéntricos de resonancia que causará nuestra piedra cuando, por fin, se hunda en las aguas de unos y ceros del mundo digital?

Así que los más cautos envían su foto a algún contacto de Whatsapp y los más incautos lo suben a sus redes para que todo el mundo les diga lo guapos que son. “Llámame guapa” sería un buen título para una novela que quisiera ser moderna o para un mal cortometraje de un ciclo de realizadoras de Palencia. Pero esa es la realidad.

Encerrados en un habitáculo de un metro cuadrado nos sentimos profundamente solos y queremos contarle al mundo -a nuestro pequeño mundo- que nos vemos bien ese día antes de salir a la calle. No parece tan grave, en realidad, pero es un síntoma claro de lo fuera de nosotros mismos que vivimos. La interioridad compartida en imagen deja de ser interioridad. Otro día en la oficina. 



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