Vidas que se apagan sin testigos

 Vidas que se apagan sin testigos



Hace unos días leí en un medio de comunicación la historia de Hedviga Golik. Esta mujer murió sola. Sentada frente a un televisor que transmitía un mundo que ya no la veía, con una taza de té a medio terminar, fue tragada por el silencio. Su ausencia duró 42 años y nadie la echó de menos. No hubo una llamada, una puerta tocada, una voz que preguntara por ella. Solo el paso implacable del tiempo sellando su desaparición con una indiferencia dolorosa.

Este no es solo un suceso macabro, es un espejo inquietante de la sociedad que estamos construyendo. Su cuerpo momificado fue hallado en 2008 en un apartamento que se encontraba intacto desde 1966. No me conmueve solo la tragedia de su muerte, sino que nadie se percató de su ausencia. Nadie la echó de menos. Nadie llamó. Nadie preguntó.

Vivimos en un mundo tecnológicamente conectado, donde enviamos decenas de mensajes al día, pero apenas nos detenemos a ver realmente al otro. El 28% de los hogares españoles están formados por una sola persona. La soledad ya no es una rareza, es una epidemia silenciosa. Y lo más alarmante: nos estamos acostumbrando a ella.

El caso de Hedviga debería ser un grito de alerta. ¿Cuán aislados podemos estar para desaparecer del mundo sin que nadie lo note? ¿Qué tan frágiles son nuestros lazos que pueden deshacerse sin dejar rastro? Nos rodea una peligrosa ilusión de cercanía mientras, en realidad, muchos caminan solos entre multitudes, invisibles incluso para sus vecinos.

El verdadero peligro no es solo morir en soledad, sino vivir sin ser visto. Si no cultivamos vínculos reales, podríamos estar normalizando el olvido.

Hedviga murió en medio de una sociedad que dejó de mirar, de preguntar, de cuidar. El peligro no es quedarnos solos. Es que nadie lo note.



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