Corruptos cutres contra corruptos ‘premium’

Gabriel Rufián pasa por ser un hombre de verbo acerado y sagaz, de sintagmas sincopados por los tiempos de furia lingüística que nos toca vivir y con la mala leche propia de a quien no le ha sentado bien el café de primera hora de la mañana. Se puede disentir categóricamente de su ideología segregadora, como es mi caso, pero hay que reconocer que, en ocasiones, ‘está sembrado’. No es un político que deje a nadie indiferente, y, a pesar de las apariencias, esconde más lucidez oratoria que muchos de los profesionales de la política española que necesitan la colaboración de cuatro asesores a tiempo completo para enhebrar un discurso medianamente articulado.
Un día de mi pasado parlamentario en el que me tocó oficiar en el púlpito del Congreso a cuenta de cualquier asunto de política nacional, en su intervención posterior, Rufián llegó a afirmar que el Partido Popular perdía un gran presidente si no me llamaban a ocupar esa responsabilidad. En el territorio de la villanía circundante, era una cuchillada bienintencionada, pero, con todo, siempre le agradecí el cumplido.
Hace unas semanas, Rufián asestó, sin pinganillo mediante, con más enfuriment que seny, un golpe sin anestesia en los dos globos oculares de la política española. A izquierda y a derecha. Pronunció una afirmación a bocajarro, categórica y rotunda, como una bomba de racimo entre los escaños del Congreso de los Diputados: «No nos hagan escoger entre corruptos premium y corruptos cutres». Vaya por delante que Rufián, a pesar de todo, comete una falacia porque él y su grupo parlamentario ya han escogido. Como ha escogido gran parte de la sociedad española, que ha hecho de la amoralidad una forma de anormalidad habitual. El vejatorio espectáculo del Congreso de los Diputados se basa en la confrontación de casos de corrupción, una pirotecnia de bengalas efectistas lanzadas por gregarios sin escrúpulos que ven la corrupción en los demás, pero son incapaces de aceptar la suya propia. Como dos borrachos que se encuentran por la calle y dice uno: «Anda, que vas fino…». Y contesta el otro: «Pues anda que tú …». Ciertamente, hay políticos en Cortes que padecen el síndrome del espejo, unos en versión madrastra de Blancanieves, otros en versión Dorian Gray.
Lo paradójico es que personas aparentemente ilustradas, que no viven de la política, se dejan seducir por los cantos de sirena de la amoralidad bipolar. Se puede ser de izquierdas y abominar la corrupción interna, como se puede ser de derechas y abominar la delincuencia propia. Lo que no se puede ser es idiota, de izquierda o de derecha, y aborrecer solo la corrupción de los demás. Pues, hoy y ahora, los idiotas son legión. Tu quoque.