Todas las personas hemos sido Lalachus

Las sensibilidades crecen, pero es curioso como los insultos continúan siendo siempre los mismos. Pasan los años, pero la ingenuidad del patio de colegio sigue quebrantada por el grito que busca la ofensa atacando por el físico, sexualidad o discapacidad. O entras en un molde «aceptable», o te harán sentir culpable.
No es extraño que algunos suspiren de alegría al terminar la escuela. Piensan: «Por fin, no tendré que aguantar más a los matones de la clase». Pero la realidad es tozuda. Y estos reaparecen en la vida adulta: cuando no cuentan con argumentos, echan mano de la grosería que sobrevive intacta mientras el mundo no para de girar. Encima, ahora, el improperio se monetiza. El odio es muy rentable. Da visualizaciones, da likes, pues es simple, básico y fácil de compartir en unas redes sociales donde miramos más el ruido que irrita que los argumentos que aportan. Consecuencia de una sociedad que llaman polarizada. Aunque, tal vez, deberíamos empezar a denominar ‘sociedad distraída‘ en conflictos forzados.
Lo hemos visto estos días con Lalachus. Antes, durante y después de dar las Campanadas con David Broncano. Primero, ha sufrido ataques manidos que acusan por su físico. Porque las personas con kilos de más siempre son culpabilizadas, sin conocer sus circunstancias. Como si pudiéramos elegir cómo somos en un catálogo de Ikea. Las frases de taza han hecho mucho daño. No tenemos el cuerpo que queremos, tenemos el cuerpo que podemos. Pero vamos a cuidarlo. Y cuidarlo también empieza por el respeto. Quizá esto habría que repetirlo más. Todos hemos sido Lalachus alguna vez. Todos nos hemos sentido atacados por los demás en algún instante en una sociedad acostumbrada a poner los cuerpos a debate constante.
Y Lalachus ha vuelto a recibir insultos no porque importe su salud, que eso ya sabemos que no. Solo porque está en La Revuelta de Televisión Española. La trepidante teatralización de la política coloca a la cadena pública en una exposición perversa, que ha propiciado que, durante años, el miedo al ‘qué dirán’ haya ido ganando a la libertad de los creadores.
Pero hay prejuicios que son elásticos y mutan de bando dependiendo de a quién toca usar como espantapájaros. El propio Grand Prix que tanto venera Lalachus, y al que dedicó la estampita de La Vaquilla como homenaje a la tele con la que crecieron varias generaciones de españoles, fue retirado en 2005 de TVE por prejuicios. Lo cancelaron en plena época de gobierno socialista, a pesar de que era el mayor éxito de audiencias del verano. El programa se consideraba rancio por su ambiente de pueblo taurino. Y, al quitarlo, se recuperó en las autonómicas con Bertín Osborne. Igual pasa con las estampitas customizadas, molestan según quién las comparta y en qué situación de poder esté en ese momento. Con futbolistas no suele haber tal cabreo.
Así es la agotadora viralidad que cizañea hasta reducirnos a bandos en donde somos más manipulables, animándonos a dejar de ser ciudadanos críticos a hooligans previsibles. Paradójicamente, Lalachus lleva años triunfando justo por lo contrario. Aunque esa realidad no sirva de demasiado en una civilización de convencidos. Sin embargo, su éxito real ha sido fruto de un humor que huye de crispar y ha sido disfrutado por personas de ideologías diferentes, pero que comparten el mismo imaginario de música, series, cine, programas y publicidad.
La risa de Lala ha conectado a tanta gente porque nos ha permitido reencontrarnos con recuerdos de la cultura pop, algunos incluso que nos daban rubor, y ella supo entenderlos hasta darlos el valor que merecían. Que merecíamos. Siempre con su mirada naif y libre de suspicacias (como le ha pasado con la oda a La Vaquilla), mirada que celebraba desde un anuncio freak de Pryca a su querido robot Emilio. Eran otros tiempos de las redes sociales. Estábamos menos saturados de impactos audiovisuales. No había que ponerse el escudo protector de la desconfianza e incluso parecía que verbalizar palabras bonitas estaba dejando de provocarnos la vergüenza que nos metieron en la cabeza. La vergüenza que confundía dignidad con ser unos orgullosos. Me gustas. Te quiero. Te admiro. Me inspiras. Reivindiquémoslas, venga. En las palabras empieza todo. También la discriminación. Si los insultos no se los guardan en bolsillos, que no nos sonrojen los afectos como nos pasaba cuando íbamos a la escuela.