El complejo de la tele que nunca tuvo la literatura
En la literatura, en el cine, en la vida. El centro es el amor. Sin embargo, en la tele el amor se sigue considerando un tema menor. Frívolo, superficial, de corrillos intrascendentes. A menudo, la tele incluso ha crecido con un sentimiento de culpa de considerar las historias de amor como no lo suficientemente serias.
De hecho, si analizamos los debates de la programación, da la sensación que parece más elegante el barro de la pelea política, que enfrenta a un país, que tomar las pulsiones del corazón. Lo primero se aplaude, lo segundo se denosta.
No es novedad. Durante décadas, sexo y violencia se ha equiparado en las restricciones de contenidos en las franjas de protección de emisión. De ahí venimos, como si fuera lo mismo un beso en un magacín de tarde que la emisión de un asesinato. Antagonismos que los tabúes han igualado. Con la diferencia que hemos terminado normalizando ver actos de violencia en informativos y espacios de actualidad. Da lo mismo la hora del día. Pero todavía asoma cierto pavor con las historias que nos ayudan a entender nuestras emociones. Aunque sean tratadas con el tacto de una buena novela.
Las grandes obras de la literatura están llenas de evasión, entretenimiento y la identificable humanidad de los sentimientos que compartimos, ese amor lleno de variables, matices, rincones y raíces que nos mueven y remueven en el día a día. Pero la tele al seguir siendo el gran medio de masas sigue sufriendo un síndrome del impostor cuando habla de los afectos mientras naturaliza los guerracivilistas enfrentamientos constantes en tertulias eternas. El mundo al revés, el mundo donde el espectáculo de los odios dialécticos se premia y las emociones de andar por casa se castigan. La pelea te hace sentirte influyente, los sentimientos quizá hasta te muestren vulnerable.